Javier Sáez de Ibarra ha publicado una inteligente novela llamada Vida económica de Tomi Sánchez (La Navaja Suiza, 2020).
Tomás Sánchez, Tomi para los amigos, es un obrero metalúrgico. Un día cualquiera pierde el brazo izquierdo de un limpio tajo de la cortadora de planchas con la que trabaja. Muere poco tiempo después, mientras espera una operación que no acaba de llegar a la devastada sanidad pública de un país que parece el nuestro. Tomi es de izquierdas, tiene conciencia de clase y, como los obreros anarquistas de principios de siglo XX, pone a sus hijos nombres como Vigor, Libertad, Energía, Pasión, Salud, Voz. Él es un tipo muy querido, un carismático sin poderes. La familia vive en la calle Mejoras, no muy lejos de Huelga General, en dirección a Salario Justo. El sarcasmo sobre la nomenclatura callejera en tanto que restos fósiles de lo que una vez fue el Estado del Bienestar salta a la vista. (En la ciudad donde vivo, Granada, hay una calle llamada Prosperidad que en realidad es un callejón oscuro y mal pavimentado del desarrollismo franquista, lo que convierte en verosímiles los nombres de las calles de la novela de Sáez de Ibarra).
Tomi trabaja de obrero cuando es amputado en la fábrica, pero antes tuvo muchos otros trabajos, y los sucesivos flash-backs y las sucesivas voces narrativas nos los irán contando, aunque de una manera muy distinta a como lo hacían las novelas burguesas de aprendizaje, desde Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy en adelante. Más allá de los trabajos que le procuran un sueldo, Tomi tiene muy claro que la suya es una identidad de clase. Lo que Tomi aprende a lo largo de su vida es que el capitalismo destruye a la gente de abajo y que su conmovedora lucha personal por mantener la dignidad y la lucidez es también una lucha política.
Kafka, Azcona y mucho más
Hasta que el encargado-jefe, ahora más jefe que encargado, levantó tres cuartos de cara y murmuró ah, sí, bueno sánchez (lo dijo con minúscula), verá usted ya sabe porque lo he llamado (aclaro: no por qué sino porque) (obvio, iba a decir, pues trabajo poco, mal, no me gano el sueldo, ha caído mi tasa de productividad, hay una oferta amplia de mano de obra en el mercado): usted ya sabe que hoy día tenemos una gran demanda de empleo, ¿sabe cuántos currículos recibimos al día?: mírelos (miré y no vi nada): ¡cientos!, qué digo cientos, por lo tanto es imprescindible que cada empleado de esta empresa aumente su tasa de productividad (ya lo decía yo): no un aumento geométrico, sino aritmético, no somos inhumanos (eso lo había oído recientemente, ahora me endilgará lo de las hermanitas de la caridad, que quizá nunca existieron pero se recuerdan como ejemplo de algo), y una empresa, perdone mi franqueza, no somos las hermanitas de la caridad. Quiero decir.
Al leer las aventuras de Tomi pienso en Kafka y pienso en Rafael Azcona. También pienso en Bertolt Brecht, en Pier Paolo Pasolini, en Louis-Ferdinand Céline y en Miguel Espinosa (y en Valle-Inclán, y en los surrealistas, y en la narrativa distópica que se instala en una especie de presente expandido…). Si Gregorio Samsa y Josef K arrastraban sus respectivos calvarios ante la indiferencia general, Tomi acude al hospital con su brazo cortado en medio de castizas apelaciones al optimismo (¡Piensa en cosas alegres!, le anima el encargado). Kafka y Azcona cruzan aquí sus miradas (el grado cero de la escritura burocrática del imperio austrohúngaro y el campechano filisteísmo hispano), sobre el fondo de hojas secas del extrañamiento de Brecht, el sarcasmo de Céline, el compromiso moral de Pasolini y la heterodoxia de Espinosa, todo a la vez y mucho más.
Porque la novela lleva implícita una poética narrativa nada complaciente. Me interesa el tratamiento que el narrador/los narradores hacen del lenguaje y del andamiaje de esta historia. Aquí se lucha contra la tensión narrativa convencional. Se lucha contra el lenguaje emocionalmente mimético del realismo mainstream. La fragmentación, la mezcla espuria y lúdica de voces, la ambigüedad espacio-temporal son decisiones formales, pero también ideológicas: socavan de principio a fin lo que de otro modo podría presentarse como un relato realista o social realista, sin más. Las hablas, los decires que pululan por la novela se ven sometidos a deconstrucción y sospecha constantes, especialmente el lenguaje inconsciente de la ideología, los clichés con que el poscapitalismo nos habita (este aspecto de la novela es hilarante, con sus magistrales recursos al pastiche, la parodia y la ironía, esos jefes odiosos que escupen sartas de tópicos y esos taxistas como loros repetidores de lo que está mandado).
Javier Sáez de Ibarra ha escrito un texto complejo y valiente, rebosante de ideas, tan divertido como desmesurado. Se me ocurre que, separado por la conjunción o, su título podría llevar un subtítulo aclaratorio o amplificador, para continuar con la parodia de la novelística decimonónica (Frankenstein o el moderno Prometeo, Pierre o las ambigüedades), y que ese subtítulo podría a su vez provenir del gran Hermano del No, Agustín García Calvo: Vida económica de Tomi Sánchez o Noticias de abajo.