¿Podemos recordar nuestra decisión de ser escritores? ¿Se dispone de un instante en la memoria, la escena epifánica con la que dar sentido al relato propio o, por el contrario, no hubo más que azares y circunstancias, una sedimentación de materiales diversos que en un momento dado adquirieron una forma determinada?
Federico García Lorca experimentó una metamorfosis silenciosa entre los dieciocho y los diecinueve años: comenzó a sustituir la música por la literatura. Puesto que al principio era un secreto, nadie excepto su hermano Francisco lo advirtió. La metamorfosis vino acompañada, no por casualidad, de una fortísima crisis sexual y religiosa; como dice Luis García Montero, las palabras le ayudaron a situar las relaciones de su yo con el mundo y a entender la propia identidad: la escritura como espacio del conflicto. En la primavera de 1916, el joven artista rompió a escribir, pero no fue hasta el verano de 1917, en Burgos, durante su cuarto viaje de estudios con el profesor Berrueta, cuando cristalizó en su conciencia la decisión irrevocable de ser escritor.
En vano biógrafos, críticos y estudiosos han rastreado el momento de la epifanía. Si la hubo Lorca no quiso contarla, pero todo indica que aquellas tres melancólicas semanas de agosto de 1917 vividas en la ciudad castellana, a solas con su profesor, cuando los demás integrantes de la excursión ya habían regresado a Granada, terminaron de producirle el «estigma doloroso» de una transformación interior que lo colmó de «verdad y lágrimas».
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[Fragmento de «El nacimiento de un escritor. II La vida», prólogo a Federico García Lorca, Impresiones y paisajes, ed. Jesús Ortega y Víctor Fernández, ilustraciones de Alfonso Zapico, Madrid, Biblioteca Nueva, 2018]